Origen del cepillo dental
Origen del cepillo dental
por Sandra B
El cepillo de dientes lo inventaron los dentistas chinos en el año 1498. Con anterioridad a esa fecha los árabes usaban ramitas de areca, planta de palma cuya nuez era a su vez un excelente dentífrico, teniendo en un mismo producto cepillo y dentífrico juntos.
La areca fue también aprovechada por los habitantes del Lejano Oriente con ese fin, aunque la mezclaban con la hoja del betel y la cal resultante del molido de las conchas de moluscos. Ya con aquel útil menjurje se obtenía lo que ellos llamaban “buyo” o chicle masticable que mantenía los dientes limpios, blancos y relucientes, y alejaba el mal aliento.
Fue en el siglo XVII que el cepillo de dientes moderno se inventó y desde entonces ha tenido pocas modificaciones.
En la Corte francesa se utilizaba con buen resultado un cepillo de dientes de crin de caballo y otros animales.
Ya para la Edad Media, los llamados maestros de curar dientes y sacar muelas contaban con instrumental adecuado: tenazas o tenalles, ferros, levadors, raspadores para eliminar el tártaro y aplicar polvos dentífricos.
Juan, duque de Gerona y heredero de la Corona de Aragón, ordenaba a su camarlengo lo siguiente: “Mandad enseguida al quexaler (dentista) del señor rey y que traiga toda todos los instrumentos y polvos precisos, por teneros necesidad de limpiarnos los dientes.”
También las tribus negras del Alto Nilo emplearon y emplean un peculiar dentífrico. Las cenizas resultantes de la quema de excremento de vaca, con lo que obtienen la reluciente blancura de sus dientes.
Entre los primeros usos dados en Europa al azúcar de caña destaca el dentífrico y esa recomendación la hacía el médico inglés del siglo XVIII, Frederick Slare.
Antes de que se inventara la pasta de dientes que conocemos actualmente, se hacía un polvillo machacando cáscaras de huevo quemadas, o coral: ponían un poco de ese polvo en un pedacito de tela y se frotaban los dientes con ello.
El término ‘dentífrico’ significa sencillamente ‘frotar los dientes, restregarlos’: del latín fricare= fregar, frotar.
El hombre antiguo prestaba atención a sus dientes. Era un asunto de importancia, tanto que, en la antigua civilización egipcia una de las especialidades médicas más prestigiosas era la de dentista.
Hace 4.000 años los odontólogos de la refinada cultura del Nilo, es decir -Antiguo Egipto- conocían los efectos malignos de tener una dentadura descuidada. Ellos sugerían remedios para conservarla, como el clíster o lavativa dental tras las comidas.
Se cepillaban los dientes propios, pero también la dentadura postiza, en cuya fabricación eran expertos los etruscos del siglo VII a.C. y para ello utilizaban piezas de marfil o sustituían los dientes perdidos por otros de animal, con lo que sin saberlo realizaban el primer trasplante conocido.
Por su parte, los antiguos griegos desarrollaron buenas técnicas dentales, incluida la fabricación de dentaduras. En el siglo VI a.C., los dentistas griegos eran muy solicitados por el pueblo etrusco, que como es sabido sobresalió en la Historia por la blancura de su sonrisa enigmática.
El pueblo etrusco fue el primero en crear hace dos mil trescientos años una facultad de odontología donde se hacían trasplantes de muelas y sustitución de dientes por piezas de oro.
En Iberia, el geógrafo e historiador griego Estrabón (que por cierto nunca estuvo en España) hizo eco en el libro tercero de su Geografía, la alusión a la rareza de algunas costumbres ibéricas, de cómo aquella gente se enjuagaba la boca con orina para preservar la firmeza de sus dientes y escribió lo siguiente:
“Se lavan y limpian los dientes con orinas envejecidas en cisternas… los cántabros y sus vecinos; esto y dormir en el suelo es común a iberos y celtas”. Pero no era costumbre exclusiva de estos pueblos peninsulares. El uso de soluciones acuosas llamadas colutorio, estaba extendido en los pueblos del norte de Europa e incluso llegaba a Siberia. Tanto unos como otros se dejaban llevar de la experiencia, y hacían lo correcto, según ellos, pues se sabía que el amoniaco de la orina ayudaba a conservar la dentadura.
Los griegos utilizaban la orina humana como dentífrico y Plinio, naturalista del siglo I, aseguraba que no había mejor remedio contra las caries, creencia sostenida hasta el XIX.
